A veces me pregunto hasta dónde eres capaz de aguantar. Y sé
que la capacidad de sufrimiento de un humano, es inconmensurable. Pero aún
así, siempre creo que no podrás más. También pienso “¿por qué?”, pero jamás
hallo respuesta.
A mí me consuela mi fe, aunque no siempre. Lo que nunca hago
es culpar a mi Dios, como tú lo
llamas, de las desgracias humanas. Creo, aunque no siempre lo comprendo, que la
causa y no siempre la culpa, está en los malditos humanos, en nuestra obsesión
por jugar a ser dioses. Y que conste que no lo digo por ti, sino por toda la
humanidad.
Porque nos saltamos a la torera las normas. No sólo los
mandamientos de la ley de Dios, dictados por humanos; o los de la Santa Madre
Iglesia, y la madre que los parió. Perdón, es que con ésta sí que me traigo una
guerra singular. No obstante y pese a todo, estoy aprendiendo una vez más, a
pillar lo que me vale y desechar lo demás. Pero, sobre todo, y más que nunca, estoy
aprendiendo a ser fiel. Fiel a mí, por supuesto, y fiel a mi gente y a mi Dios.
Porque la fidelidad no versa sólo en la monogamia; ni siquiera en el hecho de
tener sexo con tu pareja. La fidelidad se trata de analizar seria y
profundamente tus ideas, estudiar las acciones que debes hacer con tu vida, y
ser coherente con ellas.
Y con esto, no me refiero a hacer lo que se te ponga en la
punta de la pepitilla, como diría mi hija. Sino en lo que objetivamente es
mejor para ti mismo, pero también para los que te rodean. Y para saber esto, es
necesario pensar mucho: mucho, mucho, muchísimo. Escuchar a Pepito Grillo y
actuar en consecuencia. Aunque duela, aunque joda. Uno siempre debe hacer lo
que tiene que hacer, y no lo que desea hacer. Analizar mucho si, lo que ha
hecho, lo ha hecho por amor, por hacer el bien: y no vale por “amarse”, “por hacerse
el bien”. Aquí es primordial pensar en la repercusión que tendrán tus actos en
los demás. Después, muy importante, no amargarse con las consecuencias. Porque,
si has hecho el bien, si has dado lo mejor de ti mismo, si todo lo que has
hecho buscaba la felicidad tuya o de las demás personas, ya has amado. Y la
felicidad no se encontraba en el final, sino en el proceso; no estaba en la
meta, más bien en el camino.
Y respecto a los males colaterales, los efectos secundarios
adversos y tal, pues también son analizables. Porque no siempre llueve a gusto
de todos (y menos en mi tierra). Y puede que casi siempre haya alguien que
sufra con tus decisiones. Pero también es posible que la causa esté en su
propio proceso personal, y no en el tuyo. Quizá tú no puedas impedir su
sufrimiento; o quizá no quieras, porque esto traería dolor a tu vida. Por supuesto,
hay miles de variaciones, combinaciones y permutaciones. Pero uno no es exacto,
como las matemáticas o la física; uno es humano, y bastante desgracia tiene. La
elección es tuya y sólo tuya.
Y, aun así, encontrarás cosas inexplicables, como la muerte.
Imposible de comprender para nuestra pobre mente mortal, en cuerpos que ansían
ser divinos; de ahí que no haya otra opción que la de culpar a Dios de ellas. Es
fácil decir que él permite, que deja que ocurra, o que, si fuera justo y bueno,
tal o cual y bla, bla, bla…, no consentiría que estas cosas pasaran. Y esto es
una vez más, porque tratamos de explicar a Dios con la lógica humana.
La muerte es parte de la vida: la última parte, ¡cierto!,
pero una parte, al fin y al cabo. Y duele, ¡vaya que si duele! Duele un huevo y
parte del otro. Duele mucho porque tendemos a pensar que esta vida es la única
que hay, de modo que, si se acaba, pues es el fin de TODO. Es penoso porque nos
cuesta comprender la posibilidad de que haya otra vida después de esta; o quizá
muchas vidas más. Y que es necesario que termine ésta para comenzar la siguiente…
Es un asco porque nos atamos a lo que conocemos y culpamos a lo que no
entendemos. Y, aun así, nunca termina el sufrimiento. Es una puta mierda, sin
más.
Lo cierto es que no son estos momentos los más idóneos para
pensar en todo esto. Quizá debamos dedicarnos otros ratos para reflexionar,
meditar o analizar nuestra vida. No encontraremos la causa, la razón o la
consecuencia, cuando el dolor es tan grande que no nos deja salir de él, que no
nos permite ver.
Sólo un abrazo amigo calma, que no cura.
Te mando mi abrazo, mi amigo. Te quiero.
© Mary Ann Geeby
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