EL PAÑUELO
BLANCO
(MARY ANN
GEEBY – 29 – 05 – 2022)
Sonia despertó sola, como cada día. Empapada, igual que
siempre. Y, a pesar de saber que en sus sueños se había corrido, seguía
sintiéndose muy, pero que muy cachonda.
Recordaba perfectamente al enésimo Arturo con el que había
estado la noche anterior. Aquellas manos serían imposibles de olvidar. De
hecho, había estado a punto de preguntarle su nombre. Quizá podría haber hecho
una excepción y, sólo por una vez, conocer algo de la identidad de éste. Porque
pareció que podría haber algo más que sexo. Puede que un paseo, una cerveza o
incluso un cine. Pero evidentemente hacéis que comenzar por el nombre. Y eso
daba mucho miedo. Demasiado.
A su mente vino la conversación con su amigo Toni, cuando le
hablaba de sus follamigos.
—No los llames así, coño. Llámalos amantes, como todo el
mundo.
—Que no, Toni. Amante es la persona a la que se ama. Y yo no
los amo, sólo los utilizo para el sexo.
—De acuerdo. Entonces ponles un nombre. Pero un nombre
propio —propuso su amigo.
—¿Cómo? ¿A todos el mismo? ¿Como para no equivocarme? —quiso
saber ella.
—Sí, a todos el mismo. Pero no para no equivocarte, sino
para “encasillarlos” —aclaró él.
—Jajaja, no sé si puedo hacer eso. No se me ocurre un nombre
—insistió Sonia.
—Arturo —había dicho Toni.
—¿Arturo equivaldrá a follamigo? Me gusta. Los llamaré
Arturos.
Así pues, se habían quedado con ese nombre. Y jamás aparecía
otro en su cama. De hecho, si alguno insistía en ello, simplemente lo borraba
de su lista y jamás volvía por allí.
Sin embargo, esta vez, todo era diferente. ¿Y repetir? No
sería la primera vez que lo hiciera: volver a acostarse con un tipo, intentar
reproducir alguna -o todas- las sensaciones que le había despertado alguno de
sus Arturos. En el pasado, ésta había sido una gran idea y todo seguía su ritmo
natural. En varias ocasiones, las repeticiones se produjeron durante varias
semanas y ambas partes habían resultado satisfechas por la decisión.
Pero Sonia sabía que en esta ocasión no era posible. Para
repetir con un hombre, era indispensable la ausencia de sentimientos. Por ambas
partes. De ahí que siempre se mostrara tan fría al terminar. Nada de mimitos, ni
caricias. Besos, los justos. De ese modo, la casilla de las emociones siempre
estaba protegida. Y por supuesto, siempre amanecía sola. Cachonda, pero sola.
Sin embargo, en esta ocasión, él la había acariciado con la excusa del pañuelo
blanco. Y a ella se le habían despertado sensaciones que pedían repetir el gesto
una y otra vez. Él lo había hecho, sonriendo. Y los gemidos, que parecían de
deseo, tenían otra temperatura. No tan ardiente, sino algo cálido, agradable,
diferente… Sonia temía esos cambios.
Se levantó al fin, la fuerza de la naturaleza, que nunca
perdona. Y acudió al cuarto de baño. Al volver, casi a tientas por no dar la
luz, vio el pañuelo blanco. Había dormido a su lado, sobre la otra almohada.
Rompiendo todas sus normas y aprovechando que nadie podía
verla, se lo acercó a su nariz y aspiró. ¡Inmenso! Su mente la trasladó a ese
momento de la noche en el que él le había permitido tocarlo, al fin. Era tan
suave que no puso evitar llevarlo a su cara. Y entonces lo había olido por
primera vez. Anteriormente, nunca se había puesto tan cachonda con un aroma. Y
es que no olía a perfume o colonia, sino a él. Evidentemente, ésa fue la razón
de que se le escapara el primer gemido y, casi sin darse cuenta, había caído en
aquella extraña red de sexo y deseo que él había tejido con tan sólo sus manos
y su boca.
¡Vaya nochecita! Ya no recordaba cuántas veces se había
corrido. Por eso, cuando él se fue, ella decidió que volvería a llamarle.
Aunque tenía la esperanza de que se le hubiera pasado por la mañana. Despertar
sola, una ducha y volver a la rutina siempre le hacían entrar en razón y sobreponerse
a sus deseos más... ¿bajos? Nunca entendió muy bien ese calificativo. Ella lo
habría cambiado por "altos", a juzgar por el subidón que le había
dado tal concatenación de orgasmos en tan sólo tres o cuatro horas.
Entonces, ¿por qué seguía tan cachonda? Y ¿para qué había
olido su pañuelo, en vez de guardarlo o tirarlo, como habría hecho otras veces?
Puede que quisiera algo más que recrear ese momento en el que Arturo se lo puso
en los ojos, le metió dos dedos en la boca y, dándole la vuelta, invadió su
sexo con su miembro duro y caliente. Recordaba cada segundo y el punto exacto
en el que volvió a meter un dedo en su boca para después, sentirlo en su ano.
Todo sucedió sin pausas, pues ella sólo quería más de eso. Se corrió. Y
entonces, se volvió a correr. Se dejó caer sobre las almohadas y el siguió
penetrándola, con lo que se corrió de nuevo. Entonces Arturo, lejos de parar,
aceleró el ritmo y la hizo correrse una vez más. Totalmente desmadejada,
murmuró un improperio, lo cual le hizo volverse loco de deseo y la poseyó como
si no hubiera un mañana. No paró hasta correrse él. Y entonces se dejó caer
sobre ella.
Estaba claro que esta vez había sido diferente. Más intenso
y más... adictivo. Por eso había olido el pañuelo, de nuevo. Entonces vio la
nota. Eso sí rompía todas sus reglas, así que fue directamente al cubo del
reciclaje. Y Sonia, a la ducha, derechita.
¡Qué estupidez! Si algo tenía de malo -o de bueno- el
reciclaje era que no destruía los objetos, así que estaba claro que volvería a
por la nota. Bueno, podía ir y romperla, sin leerla. ¿A quién quería engañar? Y
¿qué más daba? Ella no daba cuentas a nadie; beneficios de la soledad. Recuperó
el dichoso papelito y lo leyó:
"Sé que llamas Arturo a
todos tus follamigos para evitar conexiones de cualquier tipo. Pero yo me llamo
así. Quiero volver a follarte. Llámame pronto.
Arturo".
Sonia desayunó y se fue a trabajar. Estaba claro que no
podía alejar de su mente una noche tan intensa. Ni de su sexo. Bueno, no era
dolor, sino molestia. Una maravillosa molestia que le hacía rememorar los embates
de ese hombre, llevándole al orgasmo una y otra vez. Tampoco dejaba de pensar
en el mensaje de Arturo. Lo cierto era que ni siquiera quería. Se repetía una y
otra vez que tenía unas normas. Y servían para eludir situaciones como ésa.
Pero se respondía que no tenía que dar cuentas a nadie: su vida, sus normas.
Ella las ponía, ella las podía quitar.
Volvió a casa a primera hora de la tarde y, al abrir el
portal, Arturo estaba esperando en la escalera.
-—¿Qué haces aquí, Arturo? —le preguntó, visiblemente
enfadada.
—Vengo a buscar mi pañuelo —respondió él sonriendo—. Me lo
dejé olvid...
—¡Y una mierda! —le interrumpió Sonia—. Mi vida, mis normas
¿recuerdas? No puedes romperlas, te llames Juan, Pedro o Arturo.
—¡Pero es que me llamo Arturo! —se excusó él.
-—¡Que me da igual, joder! Yo decido cuándo llamarte, no tú
—sentenció ella.
Entraron en casa y Sonia fue directa a su cama.
—¡Toma tu maldito pañuelo! —Cogió el pañuelo y se lo tendió—.
¡Y ahora, vete!
Arturo se acercó, lo cogió y, lejos de irse, le acarició con
él, pasándolo por la mejilla y la sien y llevándolo hasta su nariz.
En un primer momento, Sonia quiso apartarse, pero cometió un
error: lo olió y le miró. Seguía enfadada. Fue a decir algo, pero él atacó su
boca, besándola con fuerza.
—Te deseo y quiero follarte.
Hace ya muchos meses que Arturo es el único en la cama de
Sonia. Algunas noches, él se queda a dormir, aunque luego vuelve a su casa. Ellos
no son una pareja al uso. Tan sólo, salen muy a menudo a pasear, a tomar cervezas
o al cine. Y, sobre todo, tienen sexo siempre que les apetece, lo cual sucede
casi todos los días. No se piden exclusividad, no lo necesitan. Tienen lo que
desean y satisfacen al otro, pues eso les llena a ellos mismos.