Hola a todos.
Nueva edición de TE ROBO UNA FRASE, juego propuesto por Ramón Escolano.
La puerta se cerró como siempre a las nueve de la noche. Y
de nuevo se quedó en la más absoluta y terrible soledad. Llevaba ya tiempo
pensándolo, aunque no se sentía capaz de hacerlo. Cuando ella se iba, a las
nueve en punto cada anochecer, ya nunca le ataba. Había comprobado que ahora
tenía miedo a salir de la casa. Ni con luz, ni en la horrible oscuridad, se
atrevería a hacerlo. ¿A qué lugar iría si se marchara? ¿Dónde dirigirse?
Hacía ya diez años que estaba encerrado en esa casa. Al
principio, siempre atado. Ella venía cada tarde, hacía la labor de casa, le
daba la comida y le hablaba. Cuando todo comenzó, intentó soltarse, luchar,
escapar… Pero ella siempre le drogaba. Estaba tan harto de aquellos pinchazos
que poco a poco fue volviéndose más y más servil. Hacía ya muchísimo tiempo que
ella no le pinchaba, aunque por las noches y las mañanas había permanecido
atado aún demasiados años. Pero desde un par de meses atrás, ya no le ataba, no
era necesario. El miedo al exterior era mayor a sus ansias de escapar. Él ya no
quería irse, pues no imaginaba ningún lugar donde querer ir, ninguno donde
estar mejor que allí.
Con el tiempo se había convencido de que ella tenía razón:
Si permanecía atado era por su bien. Si continuaba encerrado en aquel lugar era
para protegerle de los terribles peligros que existían en el exterior. Él no
los recordaba porque había transcurrido demasiado tiempo, pero ella se lo
recordaba a diario: se veía obligada a sobrevivir en un mundo hostil y lleno de
riesgos. No era necesario que él sufriera también. Era tan buena… Le quería
tanto…
Sin embargo, al llegar el invierno, algunos recuerdos
volvieron y de repente se sintió “solo”. Aquel día le pidió que se quedara con
él por la noche. Pero ella le explicó que era imposible. Él insistía: si fuera
había tanto mal, ¿por qué no se quedaba con él, allí? No quiso razonar, ni
hablarlo. Se enfadó mucho al ver la insistencia de su hombre, de modo que gritó
y le recordó por enésima vez cuánto la debía. Él sufría con estas situaciones,
por lo que decidió dejarlo pasar… O no tanto…
Esa misma noche cuando ella salió decidió seguirla, pero por
supuesto la puerta estaba cerrada con llave. Entonces volvió esa idea que le
había estado atormentando: ¡escapar! Sí, pero ¿para ir a dónde? No sabía dónde
se encontraba, ni cómo llegar a ningún lado. Seguro que nadie se acordaría de
él, después de tantos años. Su amada Elena… su princesa Emma… Pero no podía
seguir allí por más tiempo. No podría soportarlo.
Agarró la silla del comedor, aquélla tan pesada, y la
estrelló contra la ventana del baño. Era la única que no tenía rejas. Demasiado
pequeña, pero no había otra opción.
Con mucha dificultad salió por el hueco. Le
costó mucho, no cabía, pero empujó hasta que lo consiguió. Se rasguñó el brazo
y se cortó la pierna y sin embargo no le dolía. Resquemaba, sí, pero el aire
frío de la calle quemaba mucho más. Aguantó la respiración, hasta que no pudo
más y cogió una gran bocanada de oxígeno. ¿Y si era verdad lo que ella le dijo?
¿Y si el aire se había viciado tanto en este tiempo que no podría sobrevivir
fuera? Era extraño, pues nada de aquello que le había contado tantas veces ocurrió.
Al contrario, el aire era fresco y puro y no dañaba sus pulmones ni su piel.
Comenzó a recorrer aquel caminillo por el cual la había
visto alejarse cada día, hasta llegar a los árboles del fondo. Allí, giró a la
izquierda y pudo ver un gran muro que se elevaba varios metros más adelante.
¿Se esconderían allá aquellos seres mutantes, resultado de un extraño objeto
que impactó cerca, un par de años atrás, tal como ella le había narrado? Sus
pies pesaban demasiado, le costaba andar y respirar. Se moría de miedo, pero
llevaba ya varias semanas pensando que si ella sobrevivía cada día a la
convivencia con aquellos seres, quizá él también podría. De todos modos había
decidido que no le importaba morir: prefería hacerlo al fin, a seguir muerto en
vida, en aquella prisión.
Avanzó hasta la pared y encontró la entrada. Intentó abrir
la puerta, pero no podía. Sin embargo veía luces y oía algo parecido a voces,
susurrando. Decidió preguntar, entonces:
-
¿Hay alguien ahí? Por favor, necesito ayuda.
Nadie
respondió. El viento suspiraba entre los árboles, haciéndoles emitir susurros
misteriosos. A la sombra oscilante de los olmos que se alzaban del otro lado
del muro podía ver la lápida de Hubert Marsten.
Y entonces lo entendió. Recordaba ese lugar: era el
cementerio del pueblo. Todo el tiempo había estado a escasos quinientos metros
de su casa. Si seguía el lateral del muro y se adentraba en el pueblo, la
tercera de la derecha era la suya. ¡Dios! ¿Seguiría su familia allí? ¿O por el
contrario, los mutantes les habrían atacado? ¿Continuaría viva Elena, su
esposa, su amor…? ¿Y su pequeña? Era muy pequeña cuando él se fue, apenas un
añito. ¿Qué le habrían contado de él? Si ella supiera que no se fue por propia voluntad,
que esa mujer lo engañó y lo encerró… Y luego…
A medida que se acercaba a la casa, el miedo era mayor, pero
también la necesidad de verlas. A su amor y a su pequeña princesa, a su Emma
linda. Cada paso por aquella acera era un auténtico horror… Cada metro menos
era como escalar la montaña más alta. Jadeaba sin parar, como si estuviera
agotado. Por fin llegó la puerta, pero su brazo pesaba toneladas y no podía
tocar el timbre. Se ayudó de su otra mano para llegar al interruptor y entonces
la puerta se abrió.
Una preciosidad de once años con los ojos más lindos del
mundo, le miró fijamente.
-
¡Mamá, ven! ¡Es papá! – Gritó desde la puerta. A
continuación, mirándole a él, le dijo – ¡Ya era hora de que vinieras! ¡Cuánto
has tardado! – y se abalanzó sobre él, dándole el abrazo más cálido y tierno que
jamás recordara.
Levantó los ojos y la vio: su linda esposa, su amor, su
vida… Llorando, se acercaron fundiéndose en un beso. Aquel beso que lo acunaba
y lo protegía. El miedo había desaparecido. Y el frío. Ahora todo estaba bien. Ahora
estaba en casa.