El mensaje había sido claro y dejaba abiertas muchas posibilidades.
“Quedamos a las 8. Hoy preparas tú la cita. Besos.”
Tenía muy claro que deseaba tener a Lucía entre sus brazos, y
el cuerpo le pedía responder:
“De acuerdo. En mi casa a las 8. Te haré tocar las estrellas”.
Sin embargo, algo le dijo que debía dejar las cosas al azar.
O a la imaginación de ambos. De modo que respondió:
“De acuerdo. A las 8 donde la última vez”.
Cuando Lucía aparcó, Carlos ya estaba esperando. Ella se
acercó sonriendo, como siempre, y él se perdió en su blusa transparente.
“¡Dios, los pezones de esta mujer pueden retar a los pitones
de cualquier vitorino!”, pensó sin poder apartar los ojos de la magnífica
delantera de Lucía.
La mujer se aproximó a su amigo con intenciones claras de
besarlo, a modo de saludo. Y Carlos correspondió a su beso, a la vez que
acariciaba su pecho, regodeándose en ese inmenso pezón.
—No te andas por las ramas, ¿eh? —preguntó ella, poco
sorprendida de la caricia.
—Por eso te gusto —respondió él, mordiéndole el labio
inferior—. Te encanta que sea así de directo.
—Sí —apostilló su amiga. Aunque no era necesario—. ¿Dónde vamos?
Carlos sonrió.
—A mi casa.
Lucía le dio la mano y comenzaron a caminar.
—¿Qué? ¿No estabas segura de que echaríamos un polvo? —quiso
saber él.
—Bueno, puede que lo esperara. Pero las posibilidades eran
variadas, ¿no?
—¿Variadas? ¿Qué sospechabas?
—Hummmmmm… Merienda, paseo… Quizá cine, o polvo. Jajaja…
Puede que charla o partida de cartas… Yo qué sé.
—Pero contemplabas la posibilidad del polvo. En primer
lugar.
—Yo no te la he puesto en primer lugar. Como te digo, barajaba
varias probabilidades.
—Estás mintiendo. Si hubieras pensado que íbamos a merendar
o al cine, no te habrías puesto esa blusa que no deja nada a mi imaginación. —Lucía
rio. Estaba claro que la provocación había sido un pleno al quince—. Bueno sí… Me
imagino arrancándotela… tirándote en mi cama y follándote hasta que grites… Me
imagino comiéndote el coño y bebiéndome todo lo que me regales. Pienso que ya
estás empapada y que has venido buscando unas horas de sexo desenfrenado. Y yo
te las voy a proporcionar. Que no te quepa duda de ello.
Ella se paró y se le encaró. Su gesto era serio. Por un momento,
Carlos sospechó que se había pasado. En realidad, no era la primera vez que le
hablaba de ese modo, pero nunca lo había hecho en plena calle.
—Te diré algo, Carlos. Espero que me hagas todo eso que
estás prometiendo. Espero que me comas el coño, que me folles hasta que te pida
que pares, y también que me hagas correrme muchas veces. Y lo espero porque ya
llevo las bragas empapadas. Y sería una verdadera lástima ponerse a charlar o
ver una película con esta humedad.
Carlos le atrapó la boca y la devoró. Volvió a coger su
pecho, llenando la palma de su mano. El pezón de Lucía se colaba entre las
líneas de sus dedos, y él la movió como si fuera un coito perfecto.
El beso cesó de repente. Agarró a Lucía de la mano y se
encaminó al portal.
—¡Vamos, joder!
Por supuesto, todo empezó en el ascensor; o, mejor dicho,
siguió. Porque tenía que reconocer que habían comenzado en plena calle.
Los ojales de la blusa eran anchos, con lo que pudo abrírsela
de un tirón sin necesidad de arrancar las botones. No le gustaba en absoluto la
imagen de la blusa rota o botones perdidos. Le gustó notar que, mientras él le quitaba
la camisa, ella se abría el pantalón.
Llegaron al octavo piso y ya la tenía medio desnuda. Fue una
suerte que no hubiera nadie en el rellano de la escalera. Aunque en realidad,
le importaba un pimiento que alguien le viera.
Carlos tenía treinta años y era independiente. Y no era la
primera mujer mayor con la que salía. Aunque Lucía pudiera parecer su madre, él
estaba por encima de todo eso, pues follar con ella era uno de los mayores
placeres de los que disfrutaba últimamente.
Al entrar en casa, tiró la camisa al suelo y le bajó el
pantalón. Lucía se lo sacó por los pies, al tiempo que se descalzaba.
Apoyándola contra la pared, le metió los dedos hasta donde
fue capaz. Ella gimió de placer. Acercó su boca al pecho de su amiga y le mordió.
—¡SÍ! —volvió a gritar la mujer.
Levantó la cabeza y se encaró a ella.
—Dime que lo esperabas. Dime que era la primera de tus
posibilidades para esta cita. Confiésalo.
Y mientras estrujaba su pecho y taladraba su sexo, la
mordió. Clavó sus dientes encima de la clavícula, atrapando el fino músculo y
apretó lo justo.
—Lo esperaba. Lo deseaba. Me moría de ganas de que me
trajeras a tu casa y folláramos como animales —confesó ella—. ¡Sigue
taladrándome así, porque me corro!
Y se derramó sobre la mano de él. Todos sus fluidos
comenzaron a descender por entre las piernas y cayeron al piso, salpicando el
pantalón de Carlos y formando un auténtico charco.
Él sonrió, mientras la sujetaba para que no se cayera. Esperó
unos segundos a que se recuperara y comentó:
—Ahora la merienda. Ven; vamos a devorarnos.
Se dirigieron a la habitación. Hay cosas que resultan más
cómodas en una cama.
©Mary Ann Geeby
©Mary Ann Geeby
Para según que cosas la diferencia de edad poco supone
ResponderEliminarCierto, Antonio. Así es.
EliminarUn beso grande.