No me apetecía salir de casa, pero
no tenía más remedio. Había que comprar algo para cenar y se me echaba el
tiempo encima.
Como el calor era sofocante, decidí
ponerme el vestido de punto. Tenía dudas. Demasiado corto y mis piernas, demasiado
blancas. Pero el calor mandaba. Corría una leve brisa, de modo que esperaba
disfrutar de la sensación.
Al vestirme, estuve tentada de no
ponerme ropa interior. Pensar en la impresión del aire en mi entrepierna me
hizo humedecerme. Pero no tuve valor.
Luis tenía razón: era una
cobardica. Él fue el que dijo:
—Esa falda es demasiado larga.
Y claro, Ángel se molestó y
respondió:
—Tu lengua sí que es demasiado larga.
Ambos habían remarcado la
palabrita, haciendo hincapié en la cantidad. Recuerdo que aquella conversación
fue un pelín tensa. En fin… Ahora todo eso me da igual.
En primer lugar, porque no me pongo
faldas cortas para que me diga algo Luis. Ni nadie. Me gusta lo que pienso
cuando me miro al espejo. Supongo que eso significa que me las pongo por mí. Para
mí. Sólo con el fin de gustarme. En segundo lugar, porque Ángel pasó a la
historia. Pasé página.
Bajé a la calle y, al salir del
portal. ¡Hummm! Cerré los ojos, para concentrarme en la primera ráfaga de aire
que me acarició.
Sonreí. Las caricias del aire
siempre me hacen sonreír.
Es curioso que, en invierno, no me
guste nada el aire del viento. Claro que yo odio el frío. Pero adoro el verano,
la sensación de calor en mi cuerpo. Y desde luego, me enamoran las caricias de
aire fresco sobre mi piel caliente.
Comencé a caminar y miré mis
piernas. Sí, me gustaba lo que sentía.
La falda comenzó a hacer ondas, lo
cual me produjo un mayor placer. Ahora eran dos elementos acariciándome. De
nuevo, la sonrisa en mi cara.
Llegué al súper demasiado pronto,
así que hice las compras muy rápido. Estaba deseando volver a salir de allí. No
era por la temperatura: estaba fresquito, pero no corría aire. No había caricias.
Antes de salir, me dirigí al
servicio. No lo dudé ni un momento.
Me quité la braguita y la metí al
bolso. Recogí de nuevo la compra y salí.
¡Wawwww! ¡La sensación fue
increíble!
Mi sonrisa también era inmensa.
Caminaba despacio, queriendo
alargar el trayecto todo lo posible. Me concentraba en cada paso que daba, para
poder disfrutar de cada sensación de cosquillas, de cada roce del vestido en
mis muslos.
Me acerqué al cruce que había
frente a la urbanización. No me había fijado en el hombre que estaba en el paso
de cebra. Cuando llegué me coloqué frente al muñequito, esperando verlo verde.
—Hola, Marian —me saludó.
¡Joder! La sonrisa de Luis era
capaz de transportar verdaderas corrientes eléctricas por mi cuerpo. Su mirada
me recorrió por completo y se paró en mis piernas.
—¡Demasiado larga! —recordó,
riendo.
Yo también reí.
—¿Dónde vas? —preguntó.
—Vengo —aclaré—. Fui a coger algo
de cena, antes de que cerrasen el súper. ¿Y tú?
—También vengo. De trabajar —me
aclaró—. ¿Te hace una cerveza en el Vikingo? —propuso.
La tentación era demasiado grande.
Pero tenía que ir a dejar las bolsas. ¡Y a ponerme bragas!
—Sí, pero voy a dejar las bolsas en
casa, ¿vale? —propuse.
—No, mejor nos la tomamos según
vamos. Si te metes ahora en casa, seguro que te cambias de ropa. —De nuevo su
mirada se centró en la parte inferior de mi falda. Había deseo en ella—. Y yo… yo
quiero mirarte las piernas.
Me encantaba el descaro de Luis.
—No es por el vestido. Es que… —¡Pero
no podía decirle que no llevaba bragas!—. No, nada. Déjalo. Vamos.
Decidí que no tenía importancia. Al
llegar al Vikingo, iría al servicio y me las pondría de nuevo. Sí, eso haría.
Por el camino, hablamos de
banalidades. Mucho trabajo estos días, a ver llegan pronto las vacaciones, qué
cerveza es tu preferida…
La terraza estaba casi vacía, pues
la gente prefería el fresquito del aire acondicionado. No estaba segura de
querer sentarme en aquellas sillas de barra, tan altas, que podrían dejar a la
vista demasiados secretos personales. Por otra parte, renunciar al deseo que me
producía era demasiado sacrificio.
—¿Podemos quedarnos en la calle,
Luis? Me gusta notar el aire en…
—…tu entrepierna? —preguntó él.
Me dejó sin palabras. Nos sentamos.
—No. Quería decir en las piernas
—mentí.
—¡Oh, vaya! Por un momento imaginé
que no llevabas ropa interior —me provocó—. Pero tú serías demasiado cobarde,
para hacer algo así.
—Claro. Soy demasiado cobarde
—volví a falsear la realidad.
De repente, Luis se levantó. Colocó
su mano en mi rodilla, acariciándola y preguntó con voz grave:
—¿Alhambra? Con este calor entrará
genial, ¿no crees?
Me quedé como tonta, mirando su
mano subir apenas un par de centímetros a lo largo de muslo. Justo cuando se
introdujo por dentro de mi falda, frené con mi mano la suya y respondí:
—Sí, Alhambra. Muy fría, por favor.
—Dos Alhambras heladas, por favor
—pidió Luis—. Tenemos que combatir estos calores que nos atacan —añadió, con
mucha sorna.
—Enseguida, Luis. Hola Marian. —Y
volvió al interior, a prepararlo.
—¿Por dónde íbamos? —me preguntó de
nuevo mi amigo, fijando su vista en mi pierna una vez más.
—Un poco más arriba de la rodilla
—respondí con toda la doble intención de la que fui capaz.
Luis se acercó mucho. Hasta casi
tocarme con su cuerpo. Su boca, muy cerca de la mía. Y su mano volvió a mi
muslo.
—¿Seguimos? ¿O no es buen momento?
—preguntó, con voz muy grave.
—No… no es… un buen lugar —balbuceé
luchando por sostener su mirada.
Nuestras bocas distaban apenas dos
centímetros. Podía notar su aliento golpeándome en los labios. En ese instante,
él estaba convencido de que yo caería en sus redes, en su beso… Mi entrepierna
también lo creía.
Toñín salió en ese instante con las
cervezas, patatas fritas, aceitunas y unos frutos secos. Me encantaba ir al
Vikingo, pues siempre acompañaban las cervezas con tapas ricas.
—Aquí tenéis, pareja —nos dijo.
Volvió al interior.
De sobra sabía él que Luis y yo no
éramos pareja. Pero el capullo de mi amigo no se había separado ni un
centímetro al llegar el camarero, provocando su comentario y los de los días
sucesivos, supuse.
De nuevo miré a Luis. Apartándole
con suavidad, cogí la Alhambra y bebí a morro. Me encanta beber directamente de
la botella. Es como besar una boca fresca y dura, pero llena de sabor. Como si
el verano me diera un morreo.
Él se retiró despacio, sonriendo una
vez más. ¡Dios! Cuando ese hombre sonreía, todo el mundo se paraba unos
instantes. Debería estar prohibido y multado provocar aquellas sensaciones en
mí. Siempre se me ocurren varios castigos que pondría, como penitencia. ¡Bufffff…!
Bebió también.
Durante un buen rato, la
conversación versó de nuevo sobre temas menos calientes, pero agradables y
hasta sugerentes: la cerveza, los frutos secos y el calor. Ambos nos pusimos al
día de los viajes que deseábamos hacer, los lugares que queríamos visitar y las
ganas que teníamos de vacaciones.
Había pasado poco más de media
hora, cuando Luis me dijo:
—Perdona, tengo que hacer una
llamada.
—Nos vamos ya, si quieres —comenté.
—No quiero —me interrumpió. Pero al
momento corrigió la brusquedad de sus palabras, explicándose—: Quiero decir que
no es eso lo que pretendo. Perdona. No tardo nada.
Marcó.
—Sí. ¿Mamá? Perdona, no me esperes
a cenar. Me ha surgido algo. Yo también te quiero. —Iba a colgar. Pero continuó—
¿Eh? Sí, sí. Mañana sí que voy. Un beso.
A pesar de no haberle mirado,
mientras hablaba, por discreción, era evidente que había escuchado todo lo que
habló. Me sorprendió, la verdad.
—Tenía que llamarla. Si no, se
preocupa —se explicó—. Ceno todos los días en su casa.
—No tienes que darme explicaciones,
Luis —respondí.
—Quiero hacerlo. —Y volvió la
sonrisa—¿Me invitas a cenar?
—Jajajaja… No sé… —hice como si
dudara—. ¿Cómo sabes que no tengo algún compromiso? —pregunté.
—Te he fisgado las bolsas
—respondió—. Pizza, vino, patatas fritas, paté, embutido…
—¿Eh? ¿Qué…? ¿Cuándo me has mirado
las bolsas? —le interrogué.
—Mientras cerrabas el bolso, para
que no te viera eso que llevas —explicó—. Debe ser un gran tesoro, porque lo
guardas con mucho celo.
¡No me lo podía creer!
Cuando llegamos a la cervecería, había
comprobado que llevaba el bolso abierto. En mi afán por cerrarlo para que no se
me viera la braguita, había estado a punto de romper el cierre y aquello me
llevó un tiempo de recolocación, impidiendo que se viera lo que había en el
interior.
Pero ¿sería cotilla, el tío?
El caso es que me apetecía mucho
invitarle a cenar… Bueno, a cenar y a todo lo que se terciara. No tardé mucho
en responder, pero le propuse un juego.
—Bien, acepto. Te invitaré a cenar
si aciertas qué es.
—¿Qué es? ¿Qué es lo que vas a
preparar de cena? —preguntó, extrañado.
—No —respondí con rotundidad—. Qué
es lo que llevo en el bolso, tan celosamente guardado.
—Jajaja… Pero eso es imposible
—protestó él —. Al menos, dame una pista, por favor.
Me lo pensé un poco, pero estaba
claro que yo también anhelaba que él viniera a casa. Lo deseaba tanto o más que
él. Así que se la di:
—De acuerdo: como soy una cobarde —recalqué—, no me atreví a
salir sin ellas de casa. Pero al llegar al súper, fui al baño y me las quité.
Las llevo en el bolso.
—¡No! —exclamó incrédulo, posando
la botella vacía que acababa de apurar.
—Sí —afirmé segura. Yo también
terminé la mía.
De nuevo se acercó, pasó un brazo
por mi espalda y acercó su boca a la mía, preguntando:
—¿Quieres decir que, si digo que
llevas las braguitas en el bolso, me invitarás a cenar… y a algo más? —adivinó.
—Eso mismo quiero decir —respondí.
Su mano volvió a introducirse bajo
bajo mi falda. Acercó sus labios a los míos y me besó.
—Encantado de encontrar el momento y el lugar —remarcó.
Nos levantamos y nos dirigimos a mi
casa. En cuanto entramos en el ascensor, Luis pudo comprobar que,
efectivamente, no llevaba ropa interior. Una vez que hubo captado la humedad
provocada, todo se desencadenó deprisa.
Mucho más tarde cenamos al fin. De
eso también estábamos hambrientos.
Madre mía , qué sensual y erotico , no sé si salir a tomar una cerveza ( y no me gustan)
ResponderEliminarQué sea Alhambra, Eva. Jajajajaja...
EliminarGracias por pasarte y comentar.
Besos.