Y como el lavavajillas está averiado, me dispongo a fregar a
mano. Nunca me ha molestado hacerlo, la verdad. El problema es que
habitualmente no tengo ese tiempo. Y debo dejar que una máquina A +++ se ocupe
de esa tarea.
Pero hoy me toca a mí. Y me gusta la idea, la verdad. Así
que me coloco un delantal verde oscuro (francamente es horrible. Tan grande y
oscuro) y comienzo mi labor.
Me encanta dejar las manos dentro del chorro, sintiendo la
fuerza del agua sobre el dorso, mientras voy comprobando el cambio de
temperatura y me pruebo a ver hasta donde soy capaz de soportar. Muy quieta.
Con los ojos cerrados.
Ni siquiera oigo cuando se abre la puerta de la cocina, tan
concentrada estoy en el sonido constante y aburrido del chorro sobre mi piel.
El agua, tan caliente ya que pronto deberé apartar mi mano, si no quiero sufrir
una abrasión. Observo la piel, ardiente y extremadamente colorada. Y vuelvo a
cerrar los ojos, para poder sentir el leve dolor que la temperatura produce en
mi epidermis.
Entonces noto el cambio de temperatura. Pero no en las
manos. Es en la espalda: el aire que se introdujo en la cocina cuando tú
entraste y que se pega a mi cuerpo. Ni siquiera puedo volverme para ver de
dónde procede, cuando noto tu pecho en mi espalda. Tus brazos me rodean y giro
levemente mi cara para comprobar quién eres y tú tapas mis ojos con tu mano.
Aspiro con idea de reconocer tu aroma, pero no lo identifico. Retiras tu mano
susurrando:
—Ni se te ocurra abrir los ojos aún. Quizá más tarde.
—Nooo... ¿Por qué? —me quejo al notar que has girado el
mando del grifo.
El agua templada es puro hielo en mi piel ahora.
—Chssssst... Tu piel. Casi tienes quemadura —susurras—. Yo
te haré arder.
Tus manos me atrapan y tu cuerpo me inmoviliza.
—¿Quién eres? —interrogo. Sigo sin abrir los ojos y el aroma
de tu perfume no me ha aclarado demasiado. Los susurros tampoco han disipado
mis dudas.
—¿Qué más da? Prefieres no saberlo; confiésalo.
Y sigo fregando. Palpo el borde de la fregadera hasta
encontrar el esparto. Debo pulsar varias veces el dosificador de detergente,
hasta que al fin consigo atinar, para continuar mi tarea. Y cojo un vaso.
Al principio sólo friego el borde, mientras tú soplas cerca
de mi oído. Tu cuerpo aprisiona el mío para limitar mis movimientos. Y tus
manos sólo tocan mis brazos y mis caderas.
—¿Por qué no las metes debajo del delantal? —te interrogo,
ansiosa. No me he dado cuenta de que he introducido mi mano en el vaso, al
decirlo.
Pero tú no respondes. Seguro que sonríes. Si eres quien yo
sospecho, siempre te ríes de mis ganas.
—Sigue hablando. Y fregando. Me gusta escucharte. Y mirarte.
—Tu voz grave me vuelve loca. Pero ¿quién diablos eres?
—¡Ni lo intentes! Si quieres que siga, ni se te ocurra abrir
los ojos —amenazas.
Y yo vuelvo la cabeza al frente. A un plato, esta vez. Con
los ojos cerrados y deseando...
Te separas de mí y mi gesto se vuelve ansioso, buscándote.
—No se preocupe, no me voy. Siga fregando, por favor.
Esta vez tu susurro ha sido tan suave que me costó mucho oírte.
Sin embargo, pude apreciar que me trataste de usted. Eso no me gusta; aporta
“lejanía” al trato y me pone nerviosa.
—No me gusta que me trates de usted.
—Lo haré si busca el placer fácil, tan típico de las mujeres
maduras. Cualquiera puede echarle un polvo, pero eso no será lo mismo que yo
puedo darle.
Ahora tengo claro quién eres.
Sigo fregando. Y sonriendo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario