La angustia y la pena estaban matándola. Se sentía triste,
ridícula y hasta miserable. Nunca la soledad había mordido tan fuerte.
Cogió el teléfono y llamó a Ángel:
—¿Qué ocurre, cielo? ¿Qué te pasa? —respondió él,
preocupado.
—No ha venido. Estoy sola —explicó ella.
—¿Y qué? —quiso saber su amigo.
—Recuérdame qué coño hago aquí, Ángel.
No pudo aguantar más y rompió a llorar. Ángel respetó unos
segundos de silencio. Ella los necesitaba.
—Cariño, ¿sabes qué es lo que haces ahí? Estás exactamente
donde querías estar. Deseabas ir y has acudido.
—Pero él no ha venido y…
—¿Y qué? Tú estás donde has elegido. Tu felicidad no depende
de las decisiones de los demás, sino de las tuyas propias.
—Pero es que… —No sabía qué decir.
—¿Sí?
—Estoy sola…
—…porque deseabas estar sola, ¿no? Es lo que querías
—interrumpió su amigo—. Además, recuerda: “No estás sola, estás contigo”.
—“Estoy conmigo” —Mayte repitió las últimas palabras de su
amigo, que eran suyas propias.
—¡Mira, haz algo! —propuso él—. ¿Tienes cerca un escaparate?
¿Algo en lo que puedas mirarte?
—Sí. Hay un espejo aquí, detrás de la barra —aclaró ella.
—Mírate. —Ella le hizo caso—. Colócate el pelo. Quítate las
lágrimas —siguió dirigiendo Ángel—. Sonríete. —Mayte sonrió a su propia
imagen—. Y ahora, pídete una cerveza.
—¡Una Alhambra, por favor! —pidió ella, sonriendo.
—Y brinda por ti. Por estar haciendo lo que deseabas hacer.
Te quiero, niña. —Ángel colgó.
Mayte se miró en el espejo y dio un trago a la cerveza. A
morro, como le gustaba.
—¡Por ti, niña! Por estar exactamente donde querías.
La tristeza se había ido. Y la soledad. Porque no estaba
sola. Ya no.
©Mary Ann Geeby
Nunca se está sólo aunque asi lo sintamos
ResponderEliminarGracias por pasarte y comentar, Antonio.
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