
—Perdón —se disculpó—. Nada más lejos de mi intención que
atrapar tu dedo.
Al abrir de nuevo los ojos, me perdí en los suyos, que me
sonreían sin pudor. Y entonces, renuncié a la aceituna, llevándola directamente
a su boca. Sus labios atraparon el fruto y también mis dedos. Entonces supe lo
que aquella lengua haría en el mismísimo centro de mi sexo, ya tan húmedo y
entregado a él.
—Toda tuya —le dije.
—Lo sé —respondió.
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