La dulce princesita pidió audiencia con los reyes.
—No deseo casarme, Majestades. No amo al príncipe Felipe.
—Tu matrimonio está pactado desde que naciste, princesa
Aurora. No puedes opinar: debes casarte con el príncipe. —Las palabras de la
reina intentaron calmar la pena de su hija, aunque no lo consiguieron.
—¡Pero yo amo al conde Gonzalo! —insistió la princesa.
—¡No se hable más! —sentenció el rey—. La boda se celebrará
el mes que viene.
La boda se celebró. Y todos fueron felices, menos la
princesa y el conde Gonzalo. Y comieron perdices, salvo unos pocos, que eran
veganos.
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Varios meses después, la princesa vio al conde Gonzalo. Y
ambos comprendieron que jamás se olvidarían. Aurora le habló a su marido:
—Me voy, príncipe Felipe. Amo al conde Gonzalo.
—Me la sopla, princesa.
¡Hey, narrador! En un cuento maravilloso,
no se puede hablar así.
De
acueeeeeeerdo, rectifiiiiiiiiiico:
—No puedes irte, princesa. Tu pueblo te necesita —respondió el
príncipe.
Y la princesa se quedó, porque era lo que se suponía que debía
hacer.
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Unos años después, Aurora sintió que la tristeza había tomado plaza
en su reino. Y no deseó seguir viviendo así. Los reyes habían muerto, de modo
que Felipe y ella eran ahora los nuevos monarcas.
Lo intentó, lo intentó, pero no conseguía encontrar la felicidad. Así
que, al final, se marchó. Pero, antes de partir, convocó a sus amigos: condes,
duques, damas y gente importante de la corte y también al pueblo llano. Les
dijo:
—Me voy. Pero estoy dispuesta a llevarme conmigo a quien quiera
seguirme.
—Pues yo no puedo, porque tengo que arreglar el coche, y además
más cosas —dijo la duquesa Maripuri.
¿Otra vez? A ver, narrador: que Eso es de un antiguo anuncio de la
tele, ¡caramba! (¡qué poca formalidad, señores!)
Vaaaaaaale, joliiiiiiines. No le dejan a una
salirse del guion a gusto.
—Yo no puedo, porque mi ducado necesita mi presencia para brillar
—adujo la duquesa Maripuri.
—Yo tampoco, porque no estoy de acuerdo con vos, Majestad —comentó
el duque de Cantimpalos—. Pensad que una reina debe hacer “lo que debe hacer”.
Uno a uno, casi todos fueron excusándose. Al final, el conde
Gonzalo le habló en un aparte:
—Y yo no debo, amor mío —le explicó—. Quiero, pero no puedo: no me
está permitido amaros.
¿Sabéis quién acompañó al fin a la reina?
Algún pelota que otro, seguro
Pues no: nadie la acompañó. Se fue sola.
Pero descubrió que prefería estar sola que acompañada de gente que
sólo sabe hacer lo que “hay que hacer”, lo establecido, lo esperado.
Y la reina fue feliz.
Y no comió perdices porque no le gustaban. Prefería un buen plato
de pasta.
¿De verdad no vas a contarles que yo sí me fui contigo, capulla?
A ver, amiga mía: en un cuento maravilloso no
está permitido hablar así, jajajajaja.
Sólo su amiga del alma le acompañó. Con ella se sentía a gusto y
feliz. Se querían, se reían y viajaron juntas por el mundo.
Y colorín, colorado,
¡bahhh! A mí el rojo no me gusta.
Prefiero el azul.
Vaaaaaaaale (¡Qué pesada!)
AZULÍN, AZULADO, ESTE CUENTO SE
HA ACABADO…
O NOOOOOOO.
Mujer, no está nada mal. Lo único es que en este cuento el florero es el príncipe y posterior rey. Pero como siempre, el comportamiento de la mujer es activamente anacrónico, primero: deber; segundo: aventura y libertad, aún no teniendo amor. Y es que con el tiempo la mujer se vuelve mucho más sabia y mucho más interesante. Aunque no dejo de reconocer que las pibitas son muy atrayentes y deseables, pero a nivel de pensamiento prefiero la madurez de la mujer a sus hormonales cambios de humor. Gracias por compartir, María García Bol.
ResponderEliminarUn abrazo muy fuerte, guapetona.
Mil gracias por tus palabras, Ricardo. También por tomarte la molestia de entrar y leer; por tus sabias correcciones y por tu análisis. Un abrazo enorme a ti también, amigo.
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