sábado, 31 de marzo de 2018

LAVAR LOS PLATOS, Mary Ann Geeby


Y como el lavavajillas está averiado, me dispongo a fregar a mano. Nunca me ha molestado hacerlo, la verdad. El problema es que habitualmente no tengo ese tiempo. Y debo dejar que una máquina A +++ se ocupe de esa tarea.
Pero hoy me toca a mí. Y me gusta la idea, la verdad. Así que me coloco un delantal verde oscuro (francamente es horrible. Tan grande y oscuro) y comienzo mi labor.
Me encanta dejar las manos dentro del chorro, sintiendo la fuerza del agua sobre el dorso, mientras voy comprobando el cambio de temperatura y me pruebo a ver hasta donde soy capaz de soportar. Muy quieta. Con los ojos cerrados.
Ni siquiera oigo cuando se abre la puerta de la cocina, tan concentrada estoy en el sonido constante y aburrido del chorro sobre mi piel. El agua, tan caliente ya que pronto deberé apartar mi mano, si no quiero sufrir una abrasión. Observo la piel, ardiente y extremadamente colorada. Y vuelvo a cerrar los ojos, para poder sentir el leve dolor que la temperatura produce en mi epidermis.
Entonces noto el cambio de temperatura. Pero no en las manos. Es en la espalda: el aire que se introdujo en la cocina cuando tú entraste y que se pega a mi cuerpo. Ni siquiera puedo volverme para ver de dónde procede, cuando noto tu pecho en mi espalda. Tus brazos me rodean y giro levemente mi cara para comprobar quién eres y tú tapas mis ojos con tu mano. Aspiro con idea de reconocer tu aroma, pero no lo identifico. Retiras tu mano susurrando:
—Ni se te ocurra abrir los ojos aún. Quizá más tarde.
—Nooo... ¿Por qué? —me quejo al notar que has girado el mando del grifo.
El agua templada es puro hielo en mi piel ahora.
—Chssssst... Tu piel. Casi tienes quemadura —susurras—. Yo te haré arder.
Tus manos me atrapan y tu cuerpo me inmoviliza.
—¿Quién eres? —interrogo. Sigo sin abrir los ojos y el aroma de tu perfume no me ha aclarado demasiado. Los susurros tampoco han disipado mis dudas.
—¿Qué más da? Prefieres no saberlo; confiésalo.
Y sigo fregando. Palpo el borde de la fregadera hasta encontrar el esparto. Debo pulsar varias veces el dosificador de detergente, hasta que al fin consigo atinar, para continuar mi tarea. Y cojo un vaso.
Al principio sólo friego el borde, mientras tú soplas cerca de mi oído. Tu cuerpo aprisiona el mío para limitar mis movimientos. Y tus manos sólo tocan mis brazos y mis caderas.
—¿Por qué no las metes debajo del delantal? —te interrogo, ansiosa. No me he dado cuenta de que he introducido mi mano en el vaso, al decirlo.
Pero tú no respondes. Seguro que sonríes. Si eres quien yo sospecho, siempre te ríes de mis ganas.
—Sigue hablando. Y fregando. Me gusta escucharte. Y mirarte. —Tu voz grave me vuelve loca. Pero ¿quién diablos eres?
—¡Ni lo intentes! Si quieres que siga, ni se te ocurra abrir los ojos —amenazas.
Y yo vuelvo la cabeza al frente. A un plato, esta vez. Con los ojos cerrados y deseando...
Te separas de mí y mi gesto se vuelve ansioso, buscándote.
—No se preocupe, no me voy. Siga fregando, por favor.
Esta vez tu susurro ha sido tan suave que me costó mucho oírte. Sin embargo, pude apreciar que me trataste de usted. Eso no me gusta; aporta “lejanía” al trato y me pone nerviosa.
—No me gusta que me trates de usted.
—Lo haré si busca el placer fácil, tan típico de las mujeres maduras. Cualquiera puede echarle un polvo, pero eso no será lo mismo que yo puedo darle.
Ahora tengo claro quién eres.
Sigo fregando. Y sonriendo.

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