"Eva" (Mary Ann Geeby)
Ya nunca podría olvidar el azul del mar, ni el rojo amanecer en la playa.
Trevor había pasado dos fantásticas semanas en Santander. Al fin había podido dormir en verano. Y la paz que allí se disfrutaba… era maravillosa. Le había costado mucho ahorrar el dinero para poder realizar ese fantástico viaje, así como convencer a sus padres para que le permitieran ir. De hecho les había mentido: les contó que iría con los amiguetes de la cuadrilla, pero se había ido él solo.
Al principio, sus propios amigos le decían que estaba loco. Con la poca pasta que manejaban, pues su padre era conductor de un camión, no podía permitirse esas dos semanas de vacaciones en la costa. De hecho, todo el mundo le recomendaba que ahorrara o que se lo gastara con los amigos, en los locales de moda de un Madrid que bullía por las noches; pero que no se marchara tanto tiempo a malgastar su tiempo y dinero.
Trevor, sin embargo, tenía claro que quería disfrutar de un lugar tan hermoso. Desconocía qué le ocurría, pero algo en su interior le pedía ir allí y, por supuesto, llevarse sus lápices de dibujo; en esta ocasión metió también los colores, a pesar de que no eran su fuerte. Pero nada fue como esperaba: una vez que llegó a Santander, decidió dejar el color sólo para las fotografías y seguir dibujando con sus lápices, como había hecho siempre.
Cada mañana, se levantaba temprano y bajaba a la playa. Caminaba un rato por la orilla y paraba sólo para fotografiar el amanecer; siempre diferente, siempre maravilloso. Y al final del paseo, sentarse en la arena y pensar, rezar o meditar, según se sintiera. Se sentía orgulloso de haberse alejado de la ruidosa movida madrileña, al menos durante unos días. De hecho, llevaba varios días sin meterse nada y apenas bebía. Si acaso, algún porro por las tardes, en el garito que había cerca de la pensión en la que se quedaba.
Allí la vio la segunda tarde; la primera, no reparó en nadie en concreto. Ella, en realidad, iba cada día. Siempre estaba sola, sentada al final de la barra. Fumaba y bebía sin parar y casi nunca hablaba con nadie. Cuando alguien se le acercaba, miraba, observaba lentamente y volvía la cara hacia su cuaderno.
Al día siguiente se sentó más cerca y acudió a pedirle fuego. Ella le prestó el mechero y siguió ESCRIBIENDO. ¡La chica escribía! Entonces, al devolverle el mechero, se atrevió a hablar con ella:
—Gracias. ¡Vaya! ¡Eres escritora! ¿Cómo te llamas?
Pero fue como las otras veces. Lo miró, recogió el mechero y continuó escribiendo. Ni siquiera sonrió.
Por la mañana volvió a ver amanecer en la playa y se volvió loco sacando fotos de esos momentos. Al terminar el paseo y sentarse a relajarse mirando el mar, la vio. Era ella: la chica del bareto. Estaba sentada, posada su espalda contra una roca, los ojos cerrados, relajada… Trevor se dirigió hacia ella, aunque se lo pensó mejor y se paró a unos cinco metros de distancia. Se sentó. Sacó su cuaderno y sus lápices y comenzó a dibujarla. Era genial: ni una modelo se habría quedado tan quieta. Llevaba el pelo suelto y su melena rubia caía a cada lado de los hombros. Acostumbrado como estaba a verla con ello trenzado, no se había hecho a la idea de que fuera tan largo.
Estuvieron así más de veinte minutos. Ella, relajada, con los ojos cerrados. Sin moverse. Él, dibujando sin parar. Incluso hasta con ansiedad, como si quisiera aprovechar cada décima de segundo, por si ella se movía. Cuando tuvo suficiente, se levantó y se dispuso a marcharse:
—Eva —exclamó la chica—. Me llamo Eva. Y no deberías dibujarme sin pedir permiso. Eso no está bien.
—Perdona, Eva. Me llamo Trevor. Siento haberlo hecho, pero estabas tan quieta que eras la modelo perfecta —respondió él, avergonzado.
—No pasa nada, Trevor. Te vi el primer día en “El Búho” y comencé a escribir sobre ti —Eva se incorporó y continuó hablando. Lo bueno es que esta vez SONRIÓ—. Estas mañanas te he visto devorarte los amaneceres y recorrer la orilla como si quisieras llegar más allá. Llevo tres días escribiendo sobre ello. Pero en mi novela, acabarás entendiendo que no hay final. Podrás irte muy lejos, pero siempre querrás ir más allá. Por eso no me importa que me dibujes. Yo escribo sobre ti, tú me dibujas; es justo.
—Ahora me voy a la pensión. Quiero acabar el dibujo y prefiero hacerlo sobre la mesa. ¿Nos vemos esta tarde? —preguntó Trevor, feliz.
—Claro. Voy cada día. Si no te importa que no te responda, podemos hasta sentarnos juntos.
—¡Ah, eso! ¿Por qué no respondes?
—Voy allí a escribir, no a charlar. Charlar me distrae.
—Buffffffffff… presiento que eres más rarita que yo. Me encantará ir conociéndote. Hasta luego, Eva.
—Hasta luego, Trevor.
Trevor se fue a la pensión y terminó el dibujo. La mañana la dedicó, como los otros días, a recorrer la ciudad y la provincia. ¡Qué feliz se sentía de haber elegido Santander como destino! No tenía desperdicio. Esta vez quiso acercarse hasta Comillas y, de allí, a San Vicente de la Barquera. Dos preciosas villas marineras, con mucha historia, mucho arte y enorme belleza. No pensaba dedicarles el día completo, pero en cada rincón encontraba algo que bocetar para acabar más tarde en la pensión. Y cuando se quiso dar cuenta, ya eran las ocho. De modo que pilló un bus que le llevara de vuelta a Santander. Sobre las diez llegó al hostal. Cenó algo y subió a acostarse.
Y entonces se acordó: No había acudido a su cita en “El Búho”. Bueno, tampoco podía considerarse una cita al uso… Quizá Eva no lo habría echado de menos; o puede que sí.
A la mañana siguiente, Trevor acudió a la playa y encontró a Eva tumbada boca abajo, esta vez. Se acercó, como el día anterior, y comenzó a dibujarla. Entonces ella cambió de postura, colocándose de perfil, pero de espaldas a él. Trevor pasó la página del cuaderno y comenzó un nuevo dibujo. Al cabo de cuatro minutos, Eva se sentó de espaldas a él. El muchacho frunció el ceño y pasó de nuevo la página. Comenzó de nuevo y ella esperó otros tantos minutos para darse la vuelta, mirándolo de frente.
Trevor la miró muy enfadado y le dijo:
—¿Qué leches te pasa hoy?
—Me diste plantón. No pude escribir sobre ti. Así que no tienes permiso para dibujarme —respondió ella igual de enfadada.
—¿Plantón? Tenía cosas que hacer. No pensé que era una cita.
—Mientes —le dijo ella—. Sí lo pensaste. Lo noté en tu mirada. Reconoce que estabas haciendo otra cosa y te olvidaste de mí.
Trevor tuvo que callarse. Ella tenía razón y lo sabía. Dejó pasar un par de minutos y se disculpó:
—Lo siento. Tienes razón, lo olvidé. Me fui a Comillas y S. Vicente y volví muy tarde. Al llegar, recordé que habíamos quedado, pero ya no podía hacer nada. Era muy tarde.
—¿Comillas y San Vicente? Acepto tus disculpas. Son lo suficientemente buenas. Pero no vuelvas a hacerlo. Si quieres, hoy iremos a Santillana y Suances. Te gustarán tanto o más. Y podremos estar juntos, hablemos o no. Tú dibujarás y yo escribiré.
—¿A qué hora salimos? —Trevor estaba muy ilusionado.
—Hay un bus a las doce. En la plaza de las estaciones, mismo lugar del que saliste ayer. No te retrases —Y se fue sin darle tiempo a responder.
—Seré puntual —le dijo Trevor. Pero ella ya no le oía.
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Trevor no había hablado con sus padres desde que llegó a Santander, así que bajó a recepción y pidió hacer una llamada a casa.
—¿Dígame? —respondió la angustiada voz de su madre.
—Hola, mamá, soy Trevor.
—¡Hijo! ¿Estás bien? Estábamos muy preocupados. No hemos sabido de ti en varios días. Tu padre ha llamado a la policía para que te buscaran.
—Pero, mamá. ¿Por qué no habéis llamado a la pensión?
—Llamamos varias veces y nunca estabas. Tampoco te habían visto en varios días.
—Eso es porque salgo temprano por la mañana y vuelvo tarde por la noche. ¡Pero ellos tienen que saber que estoy, coño! ¿Dónde está papá?
—Tenía que hacer un viaje que no ha podido suspender. Ha salido hace unos tres minutos. Voy a echar a correr a ver si aún está abajo. Y tú, llama cada dos días, por favor. No vuelvas a hacer eso.
—Tranquila, mamá. No volverá a suceder.
Por su parte, el padre de Trevor había salido para hacer la nueva ruta que le encargó su jefe. Nada más salir de casa para ir a coger su camión, llegó la policía.
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