domingo, 3 de junio de 2018

LA CITA, de Mary Ann Geeby


El mensaje había sido claro y dejaba abiertas muchas posibilidades.
“Quedamos a las 8. Hoy preparas tú la cita. Besos.”
Tenía muy claro que deseaba tener a Lucía entre sus brazos, y el cuerpo le pedía responder:
“De acuerdo. En mi casa a las 8. Te haré tocar las estrellas”.
Sin embargo, algo le dijo que debía dejar las cosas al azar. O a la imaginación de ambos. De modo que respondió:
“De acuerdo. A las 8 donde la última vez”.
Cuando Lucía aparcó, Carlos ya estaba esperando. Ella se acercó sonriendo, como siempre, y él se perdió en su blusa transparente.
“¡Dios, los pezones de esta mujer pueden retar a los pitones de cualquier vitorino!”, pensó sin poder apartar los ojos de la magnífica delantera de Lucía.
La mujer se aproximó a su amigo con intenciones claras de besarlo, a modo de saludo. Y Carlos correspondió a su beso, a la vez que acariciaba su pecho, regodeándose en ese inmenso pezón.
—No te andas por las ramas, ¿eh? —preguntó ella, poco sorprendida de la caricia.
—Por eso te gusto —respondió él, mordiéndole el labio inferior—. Te encanta que sea así de directo.
—Sí —apostilló su amiga. Aunque no era necesario—. ¿Dónde vamos?
Carlos sonrió.
—A mi casa.
Lucía le dio la mano y comenzaron a caminar.
—¿Qué? ¿No estabas segura de que echaríamos un polvo? —quiso saber él.
—Bueno, puede que lo esperara. Pero las posibilidades eran variadas, ¿no?
—¿Variadas? ¿Qué sospechabas?
—Hummmmmm… Merienda, paseo… Quizá cine, o polvo. Jajaja… Puede que charla o partida de cartas… Yo qué sé.
—Pero contemplabas la posibilidad del polvo. En primer lugar.
—Yo no te la he puesto en primer lugar. Como te digo, barajaba varias probabilidades.
—Estás mintiendo. Si hubieras pensado que íbamos a merendar o al cine, no te habrías puesto esa blusa que no deja nada a mi imaginación. —Lucía rio. Estaba claro que la provocación había sido un pleno al quince—. Bueno sí… Me imagino arrancándotela… tirándote en mi cama y follándote hasta que grites… Me imagino comiéndote el coño y bebiéndome todo lo que me regales. Pienso que ya estás empapada y que has venido buscando unas horas de sexo desenfrenado. Y yo te las voy a proporcionar. Que no te quepa duda de ello.
Ella se paró y se le encaró. Su gesto era serio. Por un momento, Carlos sospechó que se había pasado. En realidad, no era la primera vez que le hablaba de ese modo, pero nunca lo había hecho en plena calle.
—Te diré algo, Carlos. Espero que me hagas todo eso que estás prometiendo. Espero que me comas el coño, que me folles hasta que te pida que pares, y también que me hagas correrme muchas veces. Y lo espero porque ya llevo las bragas empapadas. Y sería una verdadera lástima ponerse a charlar o ver una película con esta humedad.
Carlos le atrapó la boca y la devoró. Volvió a coger su pecho, llenando la palma de su mano. El pezón de Lucía se colaba entre las líneas de sus dedos, y él la movió como si fuera un coito perfecto.
El beso cesó de repente. Agarró a Lucía de la mano y se encaminó al portal.
—¡Vamos, joder!
Por supuesto, todo empezó en el ascensor; o, mejor dicho, siguió. Porque tenía que reconocer que habían comenzado en plena calle.
Los ojales de la blusa eran anchos, con lo que pudo abrírsela de un tirón sin necesidad de arrancar las botones. No le gustaba en absoluto la imagen de la blusa rota o botones perdidos. Le gustó notar que, mientras él le quitaba la camisa, ella se abría el pantalón.
Llegaron al octavo piso y ya la tenía medio desnuda. Fue una suerte que no hubiera nadie en el rellano de la escalera. Aunque en realidad, le importaba un pimiento que alguien le viera.
Carlos tenía treinta años y era independiente. Y no era la primera mujer mayor con la que salía. Aunque Lucía pudiera parecer su madre, él estaba por encima de todo eso, pues follar con ella era uno de los mayores placeres de los que disfrutaba últimamente.
Al entrar en casa, tiró la camisa al suelo y le bajó el pantalón. Lucía se lo sacó por los pies, al tiempo que se descalzaba.
Apoyándola contra la pared, le metió los dedos hasta donde fue capaz. Ella gimió de placer. Acercó su boca al pecho de su amiga y le mordió.
—¡SÍ! —volvió a gritar la mujer.
Levantó la cabeza y se encaró a ella.
—Dime que lo esperabas. Dime que era la primera de tus posibilidades para esta cita. Confiésalo.
Y mientras estrujaba su pecho y taladraba su sexo, la mordió. Clavó sus dientes encima de la clavícula, atrapando el fino músculo y apretó lo justo.
—Lo esperaba. Lo deseaba. Me moría de ganas de que me trajeras a tu casa y folláramos como animales —confesó ella—. ¡Sigue taladrándome así, porque me corro!
Y se derramó sobre la mano de él. Todos sus fluidos comenzaron a descender por entre las piernas y cayeron al piso, salpicando el pantalón de Carlos y formando un auténtico charco.
Él sonrió, mientras la sujetaba para que no se cayera. Esperó unos segundos a que se recuperara y comentó:
—Ahora la merienda. Ven; vamos a devorarnos.
Se dirigieron a la habitación. Hay cosas que resultan más cómodas en una cama.

©Mary Ann Geeby


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